lunes, 4 de febrero de 2013

SOBREVIVIENDO

Sin llegar a ser galgo, parecía estar dentro del pellejo de esa escualida estirpe de podencos, a los que se les marcan los huesos como si fueran simples esqueletos recubiertos.
Los ojos eran dos puntos temerosos, que rehuían mirar de frente procurando pasar desapercibido. Cojeaba de una de las patas traseras o de una delantera, o puede que de las dos.
Llevaba, literalmente, el rabo entre las patas, sin más metáforas, ni alegorías.
Olisqueó alrededor de un contenedor, luego de otro. Se detuvo un momento, como si sopesara su decisión y acabó volviendo al primero. Apoyado de mala manera sobre sus cuartos traseros, se asomó a aquel abismo de hedor y desperdicios en busca de algo que rescatar.
No se anduvo con muchos remilgos para meter el hocico y en cuanto su olfato se puso en alerta, enseñó los dientes a las bolsas de plástico que, flácidas y disciplientes, se desgarraron esparciendo generosas los deshechos.
Aún no había terminado de tragar el primer bocado, cuando aparecieron otros hocicos imitando sus incursiones en la basura, formando un grupo coral, que parecía estar asomándose a las más oscuras profundidades.
A dentelladas se repartieron su curiosa caza: embolsada, etiquetada, embalada y casi caducada. El único código establecido entre ellos: no enseñarse nunca los dientes. No hay que confundir al enemigo. La culpa reside en quién se creyó amo, colocándoles la correa hasta asfixiarles para luego abandonarlos y, aún así cada vez que les place o les conviene, seguir pateándolos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario